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Entendido

Documento

Carta de Navidad 2024

23 de diciembre de 2024
Carta de Navidad del prior provincial de la Provincia de Hispania, Fr. Jesús Díaz Sariego

 

A los frailes de la provincia de Hispania

«Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1, 14)
«El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en la fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15, 13)

Queridos hermanos,

¡Feliz Navidad! Escuchamos de nuevo en el Evangelio de san Juan proclamar que la Palabra se hizo carne. Esta confesión de fe sigue vigente en la actualidad. Es un atributo de Dios que resuena con entusiasmo durante el tiempo litúrgico de la Navidad. Su fuerza se apoya en la vitalidad que tiene el evangelista cuando expresa, con profundidad renovada, lo que brota de su experiencia sobre Dios. El término ‘carne’ pone la fuerza en la veracidad de una Palabra que se hace presente al revestirse de humanidad.

La experiencia joánica inaugura la presencia personal y sensible de Dios entre los hombres; su gloria, en otro tiempo invisible, se deja ver ahora a través de la humanidad de Jesús, que revela misericordia y fidelidad. Si la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros podemos sentir y pensar en un Dios que sea esperanza para todos. Es el mismo canto de san Pablo en su carta a los Romanos, cuando acude a la experiencia que tiene de lo divino para nombrar a Dios como el Dios de la esperanza. Esta doble tradición, la joánica y la paulina, nos colma en la fe al otorgarnos gozo y paz. En ambos es tan fuerte la experiencia interior del Dios de la vida que la esperanza ofrecida les rebosa e incluso supera. Sabemos que la Carta a los Romanos marca un paso decisivo en la actividad evangelizadora del Apóstol. Nuevos desafíos ha de afrontar; por eso acude a la fuerza de la esperanza. Desde ella da cauce al cumplimiento de las promesas mesiánicas. Su esperanza se funda en el amor que brota del corazón encarnado de Jesús.

Podemos pensar que todo lo anterior no son más que palabras bonitas para acallar nuestras miserias y debilidades; palabras que pretenden un consuelo, pero sin conseguirlo del todo. Quizás llegamos incluso a creer que el mensaje de la Navidad se vuelve hueco y vacío para afrontar los grandes desafíos que el mundo tiene en este momento histórico y que a todos nos afectan. Sin embargo, se nos brinda una vez más la oportunidad de retomar el sentido de la existencia, de lo que somos y buscamos en la propia vocación. La autoridad de la Palabra hecha carne no es un capricho divino, es una necesidad humana. «Dios se hizo hombre para que nosotros pudiéramos llegar a ser dioses». Espléndidas palabras de san Agustín que había recibido, a su vez, de san Atanasio en su obra más lograda La Encarnación del Verbo. Un modo de sintetizar la experiencia teologal del nacimiento del Hijo de Dios. En este misterio la Palabra refleja toda su fuerza dinámica. Su contraste con la realidad nos anima a su celebración.

En esta ocasión, os propongo una reflexión más atenta sobre el compromiso de la fe cuando afirma que Dios se ha hecho carne. Creer en un Dios que se hace uno de nosotros, menos en el pecado, es una apuesta fundamental por todo lo humano llamado
a superarse. Su contenido teologal nos devuelve la esperanza. En la tradición dominicana podemos también subrayar esto cuando mostramos en la predicación que todo lo humano nos importa, porque es depositario de la gracia de Dios más allá de nuestros pecados y limitaciones. No lo olvidemos, tenemos la misión de anunciar a Jesucristo, Dios y hombre, como ‘nuestra esperanza’. (cf. 1 Tm 1, 1).

Peregrinos de esperanza

Todo nacimiento conlleva renovación y esperanza. Una vida que comienza y peregrina está llena de promesa. Porque hay nacimiento hay futuro. La vida dominicana mostrará su futuro en la medida en la que incorpore el dinamismo de la encarnación en sus propias estructuras y recursos. No se trata de una novedad por la novedad. Se refiere más bien a la creatividad que se obtiene cuando ha habido predisposición para el cambio y la renovación. Los profetas, durante el Adviento, nos insisten en que «Dios hace nuevas todas las cosas». Este compromiso divino se materializa en la humanidad de Jesús.

Como Provincia, en comunión con toda la Iglesia, no podemos dejar pasar por alto el camino emprendido por el Papa Francisco al proclamar el Año jubilar Ordinario 2025 bajo la experiencia teologal de la esperanza. Lo iniciamos precisamente el día de Navidad. Se nos ofrece la oportunidad de retomar el pulso a nuestra condición humana; de volver sobre la propia naturaleza hecha carne, siendo conscientes de sus límites y, al mismo tiempo, de sus posibilidades; de retornar de nuevo a la verdad de lo que somos y tenemos; de regresar al sano equilibrio de sabernos situar ante nuestra propia realidad, con la serenidad que siempre requiere la vida que en su día hemos profesado. De nuevo vuelven a nosotros las sabias preguntas que nunca se ausentan: ¿cómo podemos, por tanto, reavivar nuestra esperanza? ¿Cómo rebosar de esperanza? Se hace necesario, para ello, la permanente renovación de la mente y del corazón. Así se facilitan los cambios que se avecinan. Los asumimos como nuestros y nos implicamos aún más en ellos.

El Papa Francisco nos ha anunciado en su Bula de proclamación del Año Jubilar Spes non confundit que La esperanza no defrauda. Tiene como lema: Peregrinos de esperanza. Será un año de esperanza para todo el mundo que sufre el flagelo de las guerras, los efectos persistentes de la pandemia del covid-19 y las sucesivas crisis provocadas por el cambio climático, afirma el Pontífice. Nos pidió a los consagrados, al mismo tiempo, que durante la preparación del jubileo fuéramos especialmente sensibles a las situaciones, geográficas y existenciales, donde la ausencia de paz y de reconciliación sean una realidad. De esta forma al lema jubilar «Peregrinos de esperanza», se añadió «por el camino de la paz».

Uno de los mensajes navideños más reiterados es la paz. La Palabra hecha carne nos trae la paz. Se nos ha pedido a la Vida Consagrada poner en marcha procesos que promuevan la cultura de la paz, de la solidaridad, del cuidado recíproco. Todo esto partiendo de lo concreto de la vida cotidiana que nos circunda; de las luces y de las heridas que atraviesa la sociedad, la Iglesia e incluso las comunidades y personas. La predicación del Verbo como carne es mucho más que un buen deseo navideño. La fuerza expresiva de su contenido nos da herramientas teologales que debemos explorar en el compromiso con la reconciliación y la paz.

Cuando las personas logramos transmitir paz y serenidad a nuestro alrededor reavivamos la esperanza en aquellos que se ven involucrados en situaciones difíciles. Se encomienda a los religiosos un especial cuidado en las relaciones que se establecen con los demás. También se les pide que procuren la reconciliación allá donde ésta sea especialmente necesaria y urgente. Una doble tarea a la que también estamos llamados nosotros. En la celebración de la Navidad, reafirmamos este compromiso. Este se hace más urgente cuando, en palabras de Francisco, “todos esperan, ya que en el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad”.

El beso de la adoración

En las figuras del Belén podemos observar, más allá de las penurias de un establo, la alegría de Dios en su encarnación. No es una falacia. Basta observar los ojos de los que miran con atención la representación del Belén que contemplan. No debería acomplejarnos poner de manifiesto las emociones y sentimientos que se despiertan cuando somos capaces de dejarnos sorprender por aquello que nos recuerda la propia condición humana. La alegría del Belén se despierta en la vida interior. Un entusiasmo que brota desde dentro. Los magos adoran al recién nacido con admiración y respeto. Pero también con el cariño humano que el nacido despierta en ellos.

La adoración, en el sentido más propio del término griego evangélico, trasliterado como proskuneo, adquiere la acción de besar. Adorar es besar. Cuando Jesús habla de adoración, ya que «los verdaderos adoradores adoran al Padre en espíritu y en verdad» (cf. Jn 4, 23), el evangelista utiliza formas derivadas del término griego mencionado. Un término que se compone de pros, que significa ‘hacia’, y kuneo, que significa ‘besar’; es decir, besar a (hacia) alguien es señal de profunda reverencia. Entre los orientales, especialmente los persas, esta palabra designaba la costumbre de postrarse ante una persona y besar sus pies, al borde del vestido o el suelo. Este es el significado básico que transmite proskuneo en todos los versículos donde aparece en el Nuevo Testamento.

Los magos vienen desde los confines del mundo ‘a darle un beso al que viene de lo alto’. La adoración, culturalmente hablando, conlleva un contacto físico. Es lo que hacemos cuando adoramos al niño Jesús, aunque la experiencia que hemos tenido de la pandemia nos haya reducido este gesto físico tan expresivo. La adoración es el lugar, metafóricamente hablando, de los ‘besos entre los creyentes y Cristo’ cuando nos disponemos a adorar al Niño que ha nacido. Cuando lo adoramos aceptamos sus propósitos y demandas, un profundo compromiso de obediencia filial que se manifiesta en servicio. Así lo indica el propio Jesús: «escrito está: al Señor tu Dios adorarás y solo a él darás culto» (Mt 4, 10b).

El beso de la adoración, al mismo tiempo, nos eleva, ensalza y dignifica. Como afirmó el profesor Martín Gelabert hace algún tiempo, “Dios al crear al ser humano hizo su mejor obra de arte. Y, como le ocurre a todo artista cuando hace una obra maestra, debió quedarse sorprendido, maravillado, admirado. Nosotros somos un deleite, un placer para Dios (cf. Prov 8, 31). Cuando él nos mira se llena de alegría, se sorprende agradablemente al ver esa estupenda maravilla salida de sus manos. Esa mirada positiva sobre cada uno debería ayudar a vernos a nosotros mismos con esa mirada, sobre todo en los momentos difíciles y complicados. Yo no puedo hundirme bajo el peso de mis fracasos cuando sé que Dios me mira de esa manera y me ve como la mejor de sus maravillas”.

El beso conlleva proximidad y cercanía. Reforzamos esta experiencia cuando acudimos a los Hechos de los Apóstoles y nos encontramos con este texto tan lleno de expresividad navideña, aunque no lo parezca: «El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en santuarios fabricados por manos de hombres; ni es servido por manos humanas, como si de algo estuviera necesitado, el que a todos da la vida, el aliento y todas las cosas. El creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vosotros. Porque somos también de su linaje». (Hch 17, 24-28). «En efecto, ‘hechura suya somos’». (cf. Ef 2, 10).

El linaje compartido con el Dios que ha nacido como uno de nosotros, y que ahora besamos, nos eleva al encuentro entre lo divino y humano. Los Padres de la Iglesia lo han expresado en profundidad. San Pedro Crisólogo nos dejó escrito en sus Sermones lo que ahora queremos leer con atención: “Mirad y contemplad en mí vuestro mismo cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre. Y si ante lo que es propio de Dios teméis ¿Por qué no amáis al contemplar lo que es de vuestra misma naturaleza?”. Una forma elegante de describir nuestra condición. De invitarnos a confiar en ella y a amarla. En nuestra adoración a Dios la besamos, la aceptamos, queremos y cuidamos. La contemplamos con el compromiso de sacar de ella lo más divino de su presencia.

A lo anterior también podemos añadir la expresión más poética de Clemente de Alejandría, cuando quiere expresar que el Verbo de Dios ha dejado la lira y la cítara, instrumentos sin alma, para reconciliarse con el mundo entero reunido en el hombre.

Se sirve de él como de un instrumento de voces múltiples y, acompañándose de su canto, con este instrumento que es el hombre, toca para Dios.

El vino nuevo de la renovación

El beso de la adoración ante el Misterio renueva la mente y el corazón. A la mente se nos ofrece para pensarlo; al corazón para quererlo. De esta forma el Evangelio que predicamos mostrará al Dios que adoramos, porque en él está nuestra esperanza. San Teófilo de Antioquía, en su carta a Autólico, nos ha enseñado cómo podemos enseñar mejor a este Dios que adoramos: “Si tú me dices: ‘muéstrame a tu Dios’, yo te diré a mi vez: ‘muéstrame tú al hombre que hay en ti’, y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven, y si oyen los oídos de tu corazón”.

Pero debemos dar un paso más. La renovación de nuestra mente y corazón ha de contar con la alegría de la vida cotidiana. La existencia no se transforma sin tener en cuenta lo que la apasiona y alegra. Pongamos un ejemplo: Paul Murray, en su libro titulado El vino nuevo de la espiritualidad dominicana, nos habla del ‘vino de la esperanza’ para expresar cómo en la espiritualidad de la Orden, especialmente en los siglos XIII y XIV, se utilizaba la imagen de la bebida porque respondía muy bien a su sentido del Evangelio. Su piedad no era algo tenso o introvertido, preocupado por sí mismo, sino más bien alegre y expansivo. Por eso la imagen de un grupo de amigos o compañeros bebiendo juntos les resultaba a los dominicos medievales naturalmente atractiva. El vino o la bebida era una imagen de la bondad y la dulzura de la vida. También de la vida cotidiana.

El saber verdadero, fuente de toda esperanza, va siempre acompañado de un cierto asombro por lo nuevo. El vino de la verdad que Cristo nos da a beber es también un vino de asombro. Lo que predicamos, pues, no son solo verdades sobre Dios. Predicamos un vino de verdad que nosotros mismos hemos probado, y que hemos bebido con fe y alegría. Los dominicos medievales claramente amaban la imagen de la bebida y de la embriaguez, porque les daba una forma ya experimentada de hablar sobre la predicación. Fueron no solo celebrantes de la gracia sino también defensores de la naturaleza. Mostraban la necesidad, primero, de embriagarse con la Palabra que posteriormente experimentaban en los efectos que percibían de su encuentro con Dios: el éxtasis del olvido de sí mismo, la gracia de la nueva alegría, la compulsión de compartir ese entusiasmo con todos, y la fuerza de la esperanza y del coraje renovados.

La renovación, por tanto, ha de partir de la Palabra de Dios encarnada que es fuente de esperanza para nosotros. Hubo muchos tipos diferentes, dice de nuevo Murray, de hombres y mujeres que siguieron fielmente el camino de Domingo en los primeros siglos de la Orden. Pero tenían una cosa en común. Todos ellos, siguiendo el ejemplo de Domingo, habían aprendido a beber profundamente del vino de la Palabra de Dios hecha hombre. Y podemos decir que se convirtieron, no solo en testigos de ciertas grandes verdades morales y doctrinales, sino también en testigos de una alegría inimaginable.

Los cambios que se avecinan y sus exigencias

Todos somos más o menos conscientes de los cambios que se nos avecinan. Algunos de ellos los vemos venir y con mayor o menor lucidez nos preparamos para ellos. Otros, en cambio, brotan con cierta sorpresa. Todos ellos nos afectan. Parecen exigirnos demasiado: soluciones inmediatas y todas al mismo tiempo. Nos vemos desbordados en la búsqueda de respuestas rápidas que nos ayuden a afrontarlos. Vivimos, con cierta frecuencia, la experiencia de la desazón e impotencia. Algo, por otra parte, profundamente humano. Desde esta humanidad hemos de vivirlo y aceptarlo, serenarlo y pacificarlo; besar el Misterio para saborear mejor la bebida fraterna que se nos ofrece.

La serenidad del Belén que besamos nos otorga una especial sabiduría para afrontar el momento y para situarnos mejor en los vaivenes del presente, sin asustarnos ni escandalizarnos. No hay lugar para rasgarnos las vestiduras. Son tiempos, más bien, para la sabia serenidad que nos permita afrontar las cuestiones que nos inquietan acudiendo al trasfondo de las cosas, contrastando con la Palabra de Dios en los modos y ritmos que ésta tiene para desvelarse. Son momentos para adorar al Niño que nace. En su nacimiento vemos reflejada nuestra propia naturaleza, siempre llamada a perfeccionarse.

Todos nosotros experimentamos en cada instante de la existencia y de forma inmediata nuestro propio cuerpo. Experimentamos las penalidades que procura, pero también el placer que impulsa a desarrollar. Después de tantos siglos en los que se ha intentado perfilar una antropología cristiana, no hemos podido aprender aún del todo a sobreponernos al sufrimiento y a las frustraciones de la vida; tampoco a disfrutar de las posibilidades que nuestro cuerpo posibilita. O renovamos nuestro mensaje evangélico sobre la Encarnación de Dios en Jesucristo o nuestros contemporáneos se quedarán con lo más anecdótico de la Navidad y se verán incapaces de comprender su sentido trascendente y esperanzador. ¿Cómo adorarlo sin el esfuerzo de comprenderlo? ¿Cómo besarlo sin la predisposición a vivirlo? El anhelo de esperanza nos impulsa a renovar y actualizar el mensaje sobre el misterio de la encarnación.

Hoy, en esta Navidad, queremos seguir reflexionando sobre la condición de vernos encarnados; queremos celebrar la fe en un Dios que ha querido participar de nuestra misma naturaleza y condición para que fuéramos personas de esperanza. Pero ¿cuáles podrían ser, para nosotros, las consecuencias que encierra este compromiso?

Lo propio de un cuerpo que se ‘sabe carne’, se distingue de otros cuerpos físicos, porque siente. Es capaz de percibir cada una de sus cualidades. Ya lo decía Heidegger: «la mesa (un cuerpo físico) no ‘toca’ la pared contra la que se sitúa». El cuerpo es capaz de experimentar el mundo que le rodea porque es capaz de experimentarse a sí mismo. Se prueba a sí mismo cuando logra calibrar el esfuerzo y cuando sabe disfrutar del placer; cuando orienta la mirada para ver porque percibe los colores de las cosas; oye los sonidos y dispone sus oídos para escuchar y seleccionar a los más armónicos; cuando es capaz de respirar y distinguir los olores; cuando desarrolla el tacto para las cosas y sabe dónde pisa, porque calibra con el pie la dureza del suelo o con la mano la suavidad de un tejido. Grandes metáforas de la corporalidad. Cada uno que deduzca sus consecuencias. ¿Cómo somos capaces de disfrutar la belleza de la propia vida, de discernir los sonidos y las voces que nos llegan, de respirar oxigenadamente, de calibrar dónde pisamos, de ‘tocar’ las cosas, los problemas o las dificultades, con tacto? Esta es la carne: un cuerpo que se experimenta a sí mismo y, al mismo tiempo, siente lo que le rodea. Y toda esta condición carnal es objeto de esperanza. Aquí está la grandeza del Misterio de Dios. «Y el Verbo se hizo Carne». ¿Qué más puedo decir? Vaya mi admiración por todos. En la condición carnal expresamos el Misterio de Dios en vuestra vida que nos devuelve la esperanza.

En esta Navidad, con la colaboración de San Esteban Editorial – Edibesa, os he hecho llegar el libro de Paul Murray, El vino nuevo de la espiritualidad dominicana. Una bebida llamada felicidad. Una preciosa reflexión sobre la espiritualidad dominicana en continua renovación. Espero disfrutéis de su lectura y meditación. Nos hará bien a todos.

Que el jubileo de la Iglesia en el nuevo año 2025 sea ocasión para reavivar la esperanza que ahora renovamos en estas fiestas. ¡Feliz Navidad!

Madrid, 22 de diciembre de 2024

Fr. Jesús Díaz Sariego, O.P.
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