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Documento

Carta de Pascua 2023

10 de abril de 2023
Carta de Pascua del prior provincial de la Provincia de Hispania, Fr. Jesús Díaz Sariego

 

“No sé cómo amarte”
El mensaje pascual en la mirada enamorada de María Magdalena

Carta de Pascua 2023

María la Magdalena fue y anunció a los discípulos:
“He visto al Señor y ha dicho esto” (Jn 20, 18)

 

Queridos hermanos:

¡Feliz Pascua de Resurrección! A nadie se nos escapa, cuando escuchamos atentamente los relatos de la Escritura sobre la Pascua, que María Magdalena es uno de los personajes principales en toda la trama pascual de Jesús. Tanto es así, que de ella hemos recibido el primer mensaje de la Resurrección. Ella fue la primera en encontrarse con Jesús resucitado y en proclamar la Buena Nueva a los demás discípulos. En el Evangelio de Juan se recoge este testimonio, cuando asustada llega a decir “He visto al Señor”; un mensaje que va dirigido a los discípulos, después de haber constatado por ella misma que el sepulcro donde había sido depositado el cuerpo de Jesús estaba vacío. Esta sentida vivencia pascual ha sido el detonante de la experiencia cristiana de la Pascua. De ahí que se le acuñara el título de «Apóstol de los Apóstoles».

María Magdalena es Protectora y Patrona de la Orden de Predicadores por ser reconocida como la primera predicadora de Cristo Resucitado. De ella llegó a afirmar Humberto de Romans que “no hay mujer en el mundo, después de la Bienaventurada Virgen María, a quien se le haya mostrado mayor veneración y se la crea con mayor gloria en el cielo”. El Capítulo General de Venecia, en 1297, ordenó a toda la Orden que Santa María Magdalena fuera celebrada “totum dúplex”, rango más alto para una fiesta litúrgica en el calendario dominicano. Se ha llegado a comparar, incluso, el oficio que tuvo la Magdalena de anunciar la Resurrección con el oficio propio de la Orden que no es otro que el de la predicación de la pasión, muerte y resurrección de Jesús.

Muy pocos personajes femeninos del Nuevo Testamento han despertado tanto devoto interés como María Magdalena. Ella ha inspirado en las diversas épocas una rica iconografía, magníficas páginas literarias en prosa y en verso. El simbolismo que encierra sintoniza con las inquietudes de hoy. La Magdalena, sin duda alguna, es una mujer para nuestro tiempo. Nos ayuda a percibir mejor la propia humanidad y a encontrar en ella los recursos necesarios para afrontar la vida, a pesar de las incertidumbres y dificultades que puedan acecharnos. Su experiencia de encuentro con el Señor supuso para ella una transformación interior que no debemos ignorar ni menospreciar. Esta vivencia estuvo tan arraigada en su propia personalidad que la llevó a transmitirla y a compartirla con los demás discípulos.

“He visto al Señor”, es una confesión de fe que aún resuena con fuerza y sentido en nosotros hoy, al celebrar la Pascua de Resurrección. Su eco nos estimula a seguir anhelando cambios y conversión en nosotros y en nuestra propia realidad; a fomentar aún más el valor de la fidelidad y de la resistencia; a orientarnos en el aprendizaje del amor. Por esta razón quiero detenerme especialmente en la figura pascual de la Magdalena, con la finalidad de buscar en ella la ayuda necesaria para seguir profundizando en el momento histórico en el que nos encontramos. Los seguidores de Jesús podemos percibir en su ‘mirada enamorada’ un referente espiritual para nuestro tiempo y para el momento personal y provincial que atravesamos. No en vano todos somos personas que acariciamos nuestra propia debilidad y desaliento.

Anhelo de cambio y de conversión

Las órdenes mendicantes, especialmente franciscanos y dominicos, divulgaron con su predicación el estereotipo de la Magdalena como mujer penitente y en proceso de conversión. Insistieron con sus sermones en esta orientación y percepción de su personalidad. Fue reconocida por ellos como la ‘personificación de la penitente pecadora’, relegando un tanto que ella había sido absuelta gracias a su amor y a su fe. Los fieles oyentes de dichos sermones, especialmente las mujeres, fueron quienes comenzaron a apreciar con mayor nitidez, en la ‘penitente’, su amor escondido por Jesús. Esto les permitió recuperar a María Magdalena como mujer preferida del Señor, poniendo el acento, no tanto en sus pecados pasados -de ella se dice que Jesús había expulsado hasta siete demonios- sino en su experiencia de encuentro con Jesús. Un encuentro de perdón y de misericordia. Una vez más, el pueblo de Dios, perfecciona con su comprensión de las cosas y con su fe nuestras homilías y sermones, nuestras predicaciones en sus diversas formas y medios. A la orientación de nuestros planteamientos se une la percepción de los oyentes. Ellos mejoran, en muchas ocasiones, el mensaje siempre limitado que nosotros hayamos querido transmitir.

Bravo por esas mujeres y esos varones, oyentes de la Palabra, que al interiorizar desde su experiencia vital la palabra recibida son capaces de percibir la otra ladera, la parte de Dios, en este caso más comprensiva y misericordiosa, pero exigente y comprometedora. Descubrieron en el personaje bíblico, según constatamos en la tradición, su anhelo de cambio y de conversión porque el amor de Jesús la había atrapado. Una manifestación más justa y propia de la realidad vital de esta mujer que va más allá incluso de sus defectos o pecados. Hemos de escuchar, también, la percepción que tienen nuestros coetáneos sobre este personaje bíblico, sean creyentes o no, y sobre todo cómo la expresan en sus diversos lenguajes. Un esfuerzo necesario para percibir mejor el anhelo de cambio y de conversión que el mensaje evangélico quiere ofrecernos.

La mujer de Magdala, según podemos constatar en las escasas ocasiones en las que aparece en los Evangelios, anhela el encuentro con Jesús. Pero lo anhela no como simple deleite de estar a gusto ante su presencia, aunque también. Sino más bien como deseo firme de cambio. Es consciente y quiere reconducir su vida. En ella se inicia una lucha interior que se volverá su mejor fortaleza. Ella vive en su propia carne el juicio y el rechazo. Su propio pasado la juzga y el rechazo de sus contemporáneos no se deja esperar. Una experiencia de dureza y de dificultad mayor en su crecimiento personal y en la voluntad de procurarse una vida mejor, más auténtica, más entrañablemente humana. La relación con Jesús la va ayudando en este esfuerzo, empeño y anhelo.

Me he preguntado en muchas ocasiones, habiendo oído no pocos discursos y reclamos -cada vez menos convincentes- sobre la necesidad que todos tenemos de conversión y de cambio personal e institucional, si realmente lo anhelamos de verdad y lo cultivamos desde la otra ladera. Es decir, más desde Dios que desde nosotros mismos. El anhelo, me digo a mí mismo, encierra la exigencia inapelable de desear o querer con vehemencia la consecución de algo; algo nuevo y distinto. Es un deseo intenso y persistente. Es la sed incansable de proyectarse hacia el futuro, pero de forma activa y comprometida. El anhelo, además, supone la lucha diaria y constante; el empeño de querer conseguir algo mejor. Este esfuerzo es muy exigente para nosotros, pues va más allá de la superficialidad que puedan mostrar nuestros deseos.

El anhelo de la Magdalena supone una conversión interior que se caracteriza por su radicalidad. Entendemos aquí por ‘radicalidad’ en su sentido más genuinamente filosófico, es decir ‘como una conciencia esencialmente fascinada y volcada hacia el mundo’. En este caso las dificultades y los obstáculos que podamos encontrar por el camino se vuelven desafíos. Ofrecen oportunidades y no tanto frenos que paralizan. Algunas veces los utilizamos, de forma inconsciente, como refugio para autojustificarnos en nuestros propios intereses, rincones de falsa seguridad. En otras ocasiones nos refugiamos en el ‘constante enfado’ y en la crítica malsana que impide nuestra propia superación. Vivir, como decía un fraile bien querido, permanentemente ‘en el rincón del enfado’ es no anhelar cambio ni conversión.

Hemos de renovar nuestros encuentros personales con Jesús para liberarnos de aquello que nos ata e impide nuestro propio proceso vital de cambio y conversión. Pero hemos de hacerlo retomando nuestro pasado y nuestro presente. Dejarnos llevar por su presencia. Una presencia que hemos de percibir en su modo de pasar por nuestra vida. No sé si somos del todo conscientes del paso del Señor por cada uno de nosotros, por nuestra vida. Captar esto en la interioridad de cada uno es una de las lecciones de la vida más hermosas que nos puedan ofrecer. Esta experiencia, íntima y personal, se vuelve comunitaria cuando logramos comunicar a los demás, con nuestro actuar y con nuestra palabra, el actuar y la palabra de Jesús. Esto justamente es lo que los evangelistas han querido transmitir de esta gran mujer, como lo es María Magdalena. Ella nos enseña, desde su encuentro con Jesús, precisamente esto.

Fidelidad y resistencia

María Magdalena es modelo de fidelidad y de resistencia. Se acerca al sepulcro cuando aún no ha amanecido: “El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio quitada la piedra que tapaba la entrada” (Jn 20, 1). La oscuridad de la noche es símbolo de la pesadumbre y la ceguera que invade a la Magdalena después de la muerte violenta de su Maestro. A pesar de la tristeza, ella desea estar junto a él (‘no sé dónde lo han puesto’) y ungir su cuerpo con aceites y mirra. Sin dejarse paralizar por el miedo, se dirige al sepulcro en un gesto de audacia, teniendo en cuenta el contexto de persecución, infamia y burla en el que es crucificado Jesús.

El silencio habitado de María Magdalena en medio del dolor y del sufrimiento es una gran lección para nosotros. Supo abrazarlo y darle sentido. Algo muy importante para nuestra vida como frailes. Una lección de la que debemos aprender. En no pocas ocasiones acudimos fácilmente al juicio y a la palabra para valorar la vida, la conducta de los demás e incluso la acción misma de la comunidad. Debemos hacer el esfuerzo de educarnos en el silencio interior. Aquél que sabe reposar las cosas, las pulsiones, las emociones, los sentimientos más convulsos cuando estos recorren de forma inquieta nuestro propio interior. Para vivir el amor de la resurrección hay que pasar por el dolor de la cruz. La Magdalena pasa de la ira de la humillación a abrazar el amor del Resucitado. Un esfuerzo mayor de silencio interior, donde solo Dios habita, le fue exigido para superar sus propias heridas. Esta fue su mejor fidelidad y resistencia.

Los clásicos quisieron educar a la humanidad en el silencio que humaniza. Es la vida silente de aquellos que saben degustar lo bueno y percibirlo en uno de los mejores diálogos que un ser humano puede alcanzar: en las palabras que brotan del silencio querido y buscado. El silencio nos educa en la fidelidad. Nos atrapa en lo fundamental y nos ayuda a percibir cuanto nos rodea con los matices propios del que descubre las cosas y los acontecimientos desde Dios y no tanto desde el ruido, atrayente en algunas ocasiones, que deslumbra pero que no alumbra. ¡En fin! El silencio habitado..., dimensión que perciben nuestros contemporáneos a la hora de tomar a la Magdalena como referente humano y espiritual.

Fidelidad y resistencia, un reclamo para nuestro tiempo. En palabras de Benedicto XVI podría deciros igualmente que, en cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: “Sígueme”. Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo: “No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí” ¿Acaso el amor que la Magdalena percibe del Señor no estará en no haberse sentido abandonada por Él? ¿Acaso nuestra apuesta vocacional no estará igualmente en no habernos sentido abandonados por Él?

Aprendizaje en el amor

Todos sabemos cómo en la historia de la literatura el amor ha sido y sigue siendo uno de los temas más recurrentes. No en vano, lo mejor del ser humano se expresa en una buena literatura, en una buena homilía oral o escrita. Pero también en una buena y óptima predicación, adquiera ésta el formato que adquiera. La vida misma, como sabemos, se vuelve predicación en la medida en la que expresa el amor de Dios. Este es profundamente divino y humano porque perfecciona y da sentido a la propia vida e, incluso, la supera. Por tanto, nada es despreciable en cuanto a lo que el arte de escribir y del decir representan. Ojalá fuéramos capaces de percibir, con los cinco sentidos, el misterio humano que se encierra en tan noble palabra humana que, al tocar lo más profundo de cada uno, se vuelve a su vez palabra sagrada para quien la escribe y para quien la pronuncia con su lectura o meditación. Acudo a dos ejemplos para poner de manifiesto el valor de aquellos que, al fijar en escritura su propia percepción de la Magdalena, han logrado transmitir el aprendizaje en el amor que ella nos enseña.

“No sé cómo amarte” es el título que acuñó Pedro Miguel Lamet a su novela, con éxito hace unos pocos años. Esta novela de Lamet recrea la vida de María Magdalena en veintitrés cartas escritas por ella misma a Jesús y una más a María, su madre, que introduce dicha correspondencia. La obra literaria, desarrollada en cada uno de estos papiros autobiográficos, se inspira en los evangelios, en datos históricos y geográficos de la época, guardando un equilibrio entre la ficción literaria y las referencias históricas. No citaría esta aportación literaria si no fuera porque el autor de dicha novela acaricia la realidad humana, a través de María Magdalena, con la delicadeza de quien busca en nuestra propia naturaleza lo mejor de sí misma. Pero también porque en esa búsqueda la experiencia de Jesús se hace palpable al sentimiento y a la razón. La lectura pausada y meditada de la novela es también una lectura espiritual. ¿Por qué no? Serena el corazón, cultiva la interioridad y nos abre nuevas miradas para nuestro momento. ¡Estamos tan necesitados de ellas! Lejos de traicionar el mensaje evangélico más radical, lo hace apetecible, aún más, con esa mirada limpia que nos permite siempre volver una y otra vez sobre los misterios de Jesús, especialmente el que concierne a la Pascua.

El literato Lamet nos ayuda a realizar una lectura evangélica desde los ojos de una mujer enamorada cuyo itinerario espiritual despierta, gracias al encuentro con Jesús, de la marginación y el sinsentido de las duras peripecias a las que se ve arrastrada. Su vida se enmarca primero en Magdala, donde nace, en Palmira y en Petra, donde sufre maltrato y violaciones, y en Galilea, donde descubre a Jesús. Siente un amor tan hondo hacia él como imposible, que la supera, la desconcierta hasta transformarla. El autor ofrece esta figura recreada de Magdalena como apoyo a muchas mujeres actuales, aún sometidas al maltrato, la postergación y el olvido.

Por otro lado, en un sermón manuscrito, extraordinario, luminoso, anónimo francés del siglo XVIII descubierto en San Petersburgo por Rilke en 1911 y de una verdadera actualidad espiritual, se afirma que la Magdalena “lo amó en sus tres estados. Lo amó vivo, lo amó muerto, lo amó resucitado. Dio a conocer la ternura de su amor por Jesucristo presente y vivo; la constancia de su amor por Jesucristo muerto y sepultado; la impaciencia y los transportes; los arrebatos, los desmayos y los excesos de su amor desamparado por Jesucristo resucitado y ascendido a los cielos”.

Este es el aprendizaje del amor a Dios y a los demás. Especialmente el amor que abraza todas las etapas de la vida. En definitiva, toda nuestra existencia. Hemos de amar cuando estamos bien vivos, pero también cuando la limitación parece cegarnos el camino. No lo olvidemos tampoco. En la Pascua del Señor está nuestra Pascua. Hemos de apreciar desde el amor que la Magdalena nos enseña a amar la vida plena en toda su totalidad. Pareciera, quizás, que estos tres momentos del amor fueran imposibles para nosotros y para nuestra percepción de la realidad y de nosotros mismos. Lejos de ser inalcanzables, se nos ofrecen como reales. Los podemos ir descubriendo en el proceso vital de nuestra existencia.

Si solamente amamos nuestros éxitos difícilmente lograremos abrazar la vida que nos circunda. Si sólo amamos lo que a nuestros ojos parece tener vida, otras dimensiones de nuestro misterio se nos escapan. Hemos de amar, incluso, lo que se desvanece. Un modo de valorar aquello que no está a nuestro alcance, pero sí al alcance del Resucitado. ¿Cómo si no, entender y comprender el dolor, el sufrimiento, la muerte? Aún más, ¿Cómo vencer y vencernos ante los desgarrones, muchas veces inevitables, de la vida? Confesar nuestra fe en la Pascua del Señor conlleva estas consecuencias. No sé si nos hemos percatado en algún momento precisamente de esto.

Un corazón lleno de nombres

Por último, quiero recordar aquellas palabras de Pedro Casaldáliga, con motivo de su noventa aniversario: “Al final del camino me dirán: - ¿has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres”. A lo largo de nuestra vida, parafraseando al autor, tenemos la bendición de conocer a muchas personas, bastantes de sus nombres han quedado grabados en nuestro corazón. Dios los puso en nuestro camino como acompañantes, amigos o hermanos, para colaborar en la expansión del Reino de su Amor en el mundo. Hoy y siempre damos gracias por cada uno de esos nombres, porque nos ayudan a desarrollar la capacidad de amar, anticipo de eternidad. Probablemente María Magdalena logró percibir el amor de Jesús por ella misma, pero también por los nombres que llevaba en su corazón por el motivo que fuera; y todo ello, a pesar de los pecados y errores que hubiera podido cometer a lo largo de su vida.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

Madrid, 9 de abril de 2023

 

Fr. Jesús Díaz Sariego, O. P.
Prior Provincial