Carta de Navidad 2017
20 de diciembre de 2017
Queridos hermanos,
La Palabra dice tu nombre, ¡Escúchala! La celebración de la Navidad es una ocasión óptima para escuchar de otra forma nuestro nombre. El tiempo litúrgico del Adviento nos fue preparando para la celebración de un nacimiento. De forma reiterada e insistente los profetas nos fueron sugiriendo la urgencia de la escucha, condición necesaria para recibir e interiorizar la novedad de todo nacimiento. Hermanos, en la Sagrada Escritura no hay nacimiento sin promesa; ni promesa sin esperanza; ni esperanza sin escucha. Además, no hay escucha sin silencio. La experiencia de nacer supone la promesa de ‘salir del vientre materno’, pero la responsabilidad de la escucha conlleva permitir que la Palabra se aloje en nuestra vida, en nuestro interior. Nacemos a la vida y la Vida nace en nosotros. Esta Vida es la que realmente nos compromete porque su Palabra dice nuestro nombre.
En la oración personal y comunitaria disponemos de un espacio óptimo para afinar el oído. Los diálogos de María con el ángel del Señor reflejan una capacidad de escucha, un modo orante de vivir, de ser y de estar. En la espiritualidad de los mendicantes subyace el sustento de la oración contemplativa. ¿Cómo, si no, procurar que la Vida nazca en el predicador? Quisiera resaltar en la presente Navidad esta dimensión. En María y en Domingo encontramos buenos referentes. En María por haber acogido en su seno al Hijo de Dios y permitir su nacimiento; en Domingo por haber recibido la Palabra y posibilitar su predicación, con autenticidad y compromiso.
Ni María ni Domingo nos dejaron ningún tratado sobre cómo desarrollar la escucha de Dios en las realidades humanas. Tampoco nos dejaron una enseñanza explícita sobre la oración. Sabemos algo de sus vidas por otros. La experiencia orante que se refleja en María señaló la experiencia cristiana de la devoción hacia Dios y la práctica orante de Domingo marcó la espiritualidad de la Orden a través de la contemplación y del estudio. Los caminos de María y de Domingo se encuentran en la Palabra cuando ésta pronuncia sus nombres.
Los primeros hermanos en la Orden fueron testigos de cómo Domingo oraba continuamente, día y noche, en el convento o de camino. Eran oraciones cargadas de una gran fuerza expresiva. Posturas, lágrimas, exclamaciones y gestos. Los primeros dominicos fueron transmitiendo estos modos de orar mediante pequeños folletos ilustrados donde quedaron recogidos los ya conocidos Modos de orar de Santo Domingo. Cada ‘Modo’ corresponde a una actitud espiritual y permite un desarrollo corporal: gestos que dan forma al espíritu e ilustran los movimientos del corazón en actitud de escucha.
El ‘brillo en los ojos’
No temas, que te he redimido. Benjamin Zander, director de la Orquesta Filarmónica de Boston, se destaca entre otras cosas por brindar conferencias muy sugerentes antes de iniciar sus conciertos. En uno de sus discursos decía que ‘el director de una orquesta no produce ningún sonido. Su aportación está más bien en la habilidad de reforzar a otras personas y despertar en ellas nuevas posibilidades’. Quizás la autoridad de los predicadores esté más en las posibilidades que despertamos en aquellos a los que dirigimos nuestra predicación que en otra cosa. La aceptación del Misterio por parte de María hace posible el nacimiento del Hijo de Dios. La espiritualidad compasiva de Domingo se acerca a la dignidad y facilita la salvación de muchos. Sus ‘Modos de orar’ con el cuerpo nos liberan del temor al transmitirnos consuelo, serenidad, redención y encuentro.
¿Cómo sabemos en realidad si nuestra predicación genera posibilidades en aquellos a los que va dirigida? Para el director, con respecto a su música, está claro: ‘mirando a los ojos’. Ésta es nuestra escucha. Si los ‘ojos están brillando, es señal de que lo estamos consiguiendo’. En cambio, ‘si los ojos no brillan tenemos que hacernos, quizás esta pregunta: ¿qué estamos haciendo?’ La cuestión es bien sencilla. Un modo de hablar para decir que la predicación requiere ser transmitida con ‘emoción y pasión’; en ‘movimiento, para educar mejor’; ‘asumiendo el paso de la sonrisa al llanto y del llanto a la sonrisa, cuando sea preciso’; ‘con empatía’; ‘hablando a los oyentes desde ellos, con ellos y sobre ellos’; ‘con la convicción de que los oyentes tienen capacidad de acoger el Evangelio y han de ser acompañados con determinación y confianza’; sin desechar lo que podemos denominar la ‘predicación invisible’, es decir, la acción de Dios que va más allá de nuestras palabras y gestos. Y por último… ‘con las palabras que salen de nuestra boca’. Debemos tener en cuenta que estas palabras, en algún momento, pueden ser las últimas que dirigimos a alguien porque uno de los dos interlocutores haya desaparecido. Esto último resume muy bien, creo yo, el aprendizaje de la predicación.
“Las palabras que salen de mi boca”. Retomo la historia que el propio Benjamin Zander relata en una de sus conferencias antes de un concierto: “Aprendí esto de una mujer que sobrevivió en Auschwitz, uno de los raros sobrevivientes. Llegó a Auschwitz cuando tenía 15 años de edad. Su hermano tenía 8 años, y había perdido a sus padres. Y ella me contó esto: ‘estábamos en el tren yendo hacia Auschwitz y miré hacia abajo, y vi que mi hermano ya no tenía zapatos. Y dije: ¿Por qué eres tan estúpido? ¿No puedes cuidar tus cosas? Es la forma en que una hermana mayor puede hablarle a un hermano. Desafortunadamente eso fue lo último que le dijo: porque ella nunca lo volvió a ver. El no sobrevivió. Y así que cuando ella salió de Auschwitz hizo una promesa. Ella me dijo: ‘Salí de Auschwitz hacia la vida e hice una promesa, y la promesa fue: que nunca diría nada que no pudiera quedar como la última cosa que llegué a decir”. ¿Qué palabras escuchamos con mayor atención? ¿Cuál de ellas quisiéramos permaneciera en la predicación más allá de nosotros mismos?
El ‘silencio al oído’
Te he llamado por tu nombre. El silencio contemplativo, activo, en interacción y diálogo posibilita el encuentro con la Palabra. La música del silencio. Entrar en el espacio sagrado es un libro de David Steindl-Rast y Sharon Lebell, precioso donde los haya, porque redescubre los ritmos del corazón cuando éste solamente quiere cantar a partir del silencio y en los tiempos que la vida va marcando. En realidad, cuando nos confrontamos personalmente con Dios, como en el caso de María, el silencio va y viene. Por algo en el lenguaje musical el ‘silencio’ es aquella figura que se interpreta sin sonido. Gracias a los silencios plasmados en el pentagrama la escucha se hace más armónica y pausada. En los Evangelios de la infancia se evoca a la familia de Nazaret más en silencio que otra cosa. En algunas ocasiones este silencio se ve interrumpido, de repente, por la presencia de un ángel.
Los relatos bíblicos de la Navidad están cargados de ‘ángeles’. Son los momentos del año en los que estas figuras parecen hacerse omnipresentes. Se representan en los Belenes que decoran nuestras iglesias y conventos. No obstante, quizás, los ángeles se hagan más perceptibles en el silencio interior de las personas, en nuestro propio silencio. Sin embargo, Voltaire llegó a escribir en son de burla que ‘no se sabe con precisión dónde moran los ángeles’. Que carecieran de un domicilio preciso le llevaba a preguntar si, en realidad, existían.
En la actualidad está ganando terreno una visión más esclarecida de los ángeles, gracias precisamente a la sorna de Voltaire. Nuestra época, felizmente liberada de tomar las metáforas al pie de la letra, ya no se preocupa por la envergadura de las alas de los ángeles, por su sexo o por cuántos de ellos pueden bailar en la cabeza de un alfiler. En cambio, nos centramos en el sentido de su nombre: ángel originariamente significaba como bien sabemos ‘mensajero a caballo o heraldo’. En las religiones monoteístas se conciben como ‘seres de luz’, dedicados ‘totalmente al servicio de Dios’. ¡Cuánto servicio se realiza en silencio, sin ruido, sin reclamo y sin pataleta! ¿Venimos a la Orden, a la comunidad a servir a los demás o a que nos sirvan? María, por medio del ángel, puede encontrarse con el Señor porque su sencillez la llevaba más a servir que a ser servida. La vida orante de Domingo refleja más bien una vida muy comprometida con determinadas realidades y situaciones de lo humano.
Podemos también escuchar a Pascal cuando decía con razón: ‘si cometemos el error de pensar que somos ángeles nos convertimos en bestias’. Pero la figura del ángel que se dirige a María no representa la concepción de Pascal. Más bien tiene que ver con un valor humano y divino que supera toda bestialidad. El diálogo del ángel con María se aproxima, por cierto, a la dimensión más bella de la vida. La existencia de lo humano es posible por la belleza que ella misma encierra. Es tan bella que posibilita la encarnación de Dios.
En la recepción de la Palabra la figura del ángel, según los relatos evangélicos, es fundamental. El ángel del Señor irrumpe en la vida cotidiana de María para anunciar el nacimiento del Hijo de Dios. Los relatos de Mateo y de Lucas quieren resaltar la vida de una mujer sencilla en su relación personal con Dios. El ángel del Señor suscita un diálogo íntimo, muy personal, con la mujer elegida para una misión que no se aleja de lo cotidiano; quizás ahí esté su excepcionalidad. Por esta razón el evangelista Juan eleva la presencia de Dios en lo cotidiano a Palabra, una Palabra que se hace a su vez carne.
En el Códice manuscrito en pergamino de Los Modos de Orar, en Santo Domingo, de fr. Bartolomé de Módena, cada uno de los catorce modos de orar que se mencionan viene representado de forma iconográfica. Me ha llamado la atención cómo en cada una de las iconografías aparece la figura de un ángel y en cada caso representado de un modo distinto, como si la intensidad orante de Domingo en cada momento reflejara contenidos diferentes en la intensidad de su escucha y en la intimidad con el Señor que en cada situación se refleja. Cada uno de los ángeles representados porta en sus manos algún objeto de nuestro mundo. Menos en uno. En el modo duodécimo la representación del ángel aparece con sus brazos recogidos, presionando sobre el pecho. Es el modo en el que Domingo ora con un libro delante. ¿Qué lee en el libro? Leía lo siguiente, dice el manuscrito: ‘Escucharé lo que el señor Dios va a hablar en mí’ (Sal 85, 9). ¿Qué recepción de la Palabra más auténtica que ésta? La iconografía del ángel, en esta ocasión, representa a Dios mismo como testigo.
En la vida diaria debemos hablar del ‘mundo de los ángeles’, ¿por qué no? y de los caminos que éstos, con nosotros, transitan. Una escucha de lo humano nada desdeñable. Recuerdo que en una ocasión en la comunidad en la que estaba asignado en ese momento ‘alguien’ siempre preparaba el café. Todos los días, cuando la comunidad se disponía a compartir un espacio de distensión en la sala de recreación, siempre había café. El café estaba preparado y dispuesto a ser servido a punto todos los días del año. Recuerdo el momento en el que la comunidad, al inicio del curso, se dispuso a repartir las tareas domésticas de la comunidad. Nadie se acordaba de que era preciso también nombrar a un fraile responsable de preparar el café. Entonces… alguien preguntó… ‘y, ¿quién hace el café?’ Nadie supo responder. ¡Por fin!, uno de los presentes dijo con cierto desconcierto: ‘bueno, bueno… quizás el café lo preparen los ángeles’. En nuestras comunidades hay muchos ‘ángeles’. Aquellos que acompañan a los enfermos de la comunidad al médico; aquellos que calladamente cierran o abren las puertas todos los días; aquellos que sacan la basura para que sea recogida; aquellos que traen el correo; aquellos que… Quizás, quizás, el domicilio de los ángeles esté en la comunidad.
La ‘belleza en el gusto de ser’
Tú eres mío. El encuentro del ángel con la mujer de Nazaret se hace posible porque entre Dios y María parece haber una relación de mutua complicidad. En ella pervive un clima de proximidad con lo divino. La sencillez de María le permite despojarse de no pocas máscaras, de ropajes innecesarios, de doblez inútil y falsa apariencia. Se nos marcan estos acentos: la sencillez de vida predispone hacia lo divino; nos sustrae de lo prosaico y nos ensancha en lo humano; nos permite crecer en lo fundamental y sobre todo, nos posibilita mayor conocimiento de lo que realmente somos en la condición de que aceptemos la realidad que nos es más propia. Dejemos a un lado nuestros intereses particulares, algunas veces más narcisistas que altruistas, y alcancemos mayor desnudez ante nosotros mismos, ante los demás y, cómo no, ante Dios. Una escucha sin ruidos fomenta lo esencial, allí donde habita lo más bello de nuestro ser.
Quizás sea ésta la desnudez de la Navidad. Aquí está su belleza. No en vano las enseñanzas más sapienciales, también la judeo-cristiana, nos han transmitido que para amar la vida se requiere la voluntad de dejarse embellecer por Aquél que puede cambiarnos; la apertura a la verdad de la encarnación va muy unida a la verdad que escuchamos de nosotros mismos, pero nos exige ciertos ‘despojos’, para oír con mayor nitidez nuestro propio nombre.
Todos tenemos la experiencia personal cuando aparecemos en un lugar donde no somos conocidos y se nos pregunta: ‘y, tú ¿Quién eres? ¿Qué haces? ¿De dónde eres?’. En esta experiencia algo se mueve en nuestro interior con mayor o menor conciencia de lo que ocurre, sobre todo cuando un desconocido se aproxima queriendo saber de nosotros. Os invito a pensar en esta experiencia cuando esto tenga lugar. Porque, ante todo, no solamente somos, queremos ser y reclamamos ser para alguien, para algo, para nosotros mismos y también para Dios.
‘Yo soy eso’ (I am that), obra muy leída y conocida de Nisargadatta Maharaj en no pocos fieles a los que predicamos todos los días. Este autor es uno de los maestros espirituales más influyentes del siglo XX en la India y ahora en Europa. Para él en el ‘yo soy’ reside la verdad última. Su mensaje encierra esta convicción: ‘La sabiduría nos dice que no somos nada. El amor, en cambio, nos dice que lo somos todo. Entre los dos, nuestra vida fluye’. Esta percepción está muy presente en la experiencia judía cuando Dios se presenta a Moisés bajo este nombre ‘Yo soy el que soy’, verdad última de su ser. El cristianismo elevó el deseo de llegar a ‘ser’ a experiencia mística. San Juan de la Cruz así lo condensó cuando nos dijo que el ‘místico en su experiencia espiritual no busca tanto conocer como ser’.
El ser de Dios en el misterio de la encarnación muestra sabiduría y amor. Lo percibimos cuando la vida fluye entre ambas. María logra ser. En su respuesta se representa su personalidad: ‘He aquí la esclava del Señor’. Claro, la Palabra dice nuestro nombre, dice lo que somos o estamos llamados a ser. Pues de eso se trata, de ser. Cuando hablamos de ‘ser’ hablamos de lazos íntimos, de recorrido espiritual, de contemplación y de experiencia interior.
La ‘mano con tacto’
La Palabra se hizo carne. Durante el tiempo del Adviento hemos tenido la oportunidad de visualizar el estreno de la película La Isla de los monjes, dirigida por la cineasta y documentalista Anne Christine Girardot. Me animé a verla con algunos de los frailes más jóvenes. Pretendía un momento de descanso para mí, pero al mismo tiempo quería saborear los ecos suscitados en otros hermanos más jóvenes que yo sobre la historia narrada por los monjes. El film-documental es todo un derroche de ‘cámara’. Una cámara que manejan unas ‘manos con tacto’. Se pretende visualizar sucesos de la vida cotidiana para contarlos y se ‘habla’ desde arriba, desde cerca, desde abajo, etc. ‘Hay cámaras que graban desde el aire, como si fuera la mirada de Dios’, dice la propia directora del film. Una cámara que capta imágenes, como la del faro de la isla a la que van a ir los monjes para fundar una nueva abadía. La imagen pretende mostrar que ellos son como el faro, una luz o una señal en la oscuridad a pesar del momento difícil por el que están pasando.
Cuenta la cineasta que un monje se resistió a ser filmado. Justificó su resistencia afirmando que ‘las imágenes no pueden recoger la vida interior’. Quizás la cámara no alcance a percibir la carga emocional interior que supone la vivencia de algunas circunstancias, decisiones o acontecimientos. Tampoco, ni mucho menos, será capaz de reflejar la intensidad que se experimenta cuando nos despedimos acariciando el mundo en el que hemos vivido. Pero si logra transmitir lo que nos es más propio en un cuerpo con vida cuando ‘se palpa a sí mismo en la vulnerabilidad de la carne’. Es claro: nuestra condición corporal se distingue de otros cuerpos físicos porque siente. Ya lo decía Heidegger: ‘la mesa (un cuerpo físico) no ‘toca’ la pared contra la que se sitúa’. Pero nosotros sí ‘tocamos’ las paredes que habitamos.
Cuando sentimos con buen tacto las cosas, escuchamos. Esta es la ‘mano con tacto’. Un cuerpo que escucha sintiendo, acariciando la realidad que más le duele, es capaz de percibirse mejor en cada una de sus cualidades. Nuestro cuerpo carnal ve los colores de las cosas, oye los sonidos, respira un olor, calibra con el pie la dureza del suelo, con la mano la suavidad de un tejido.... Grandes metáforas de la corporalidad. Cada uno que deduzca sus consecuencias. ¿Cómo somos capaces de disfrutar con pasión del tacto de la propia vida, de discernir los sonidos y las voces que nos llegan, de respirar oxigenadamente, de calibrar donde pisamos, de ‘tocar’ las cosas, los problemas o las dificultades con tacto?
Volviendo a la película, La isla de los monjes, los cistercienses tienen que abandonar el conjunto de edificios que formaba el Monasterio de Sión, en la localidad holandesa de Diepenveen –donde llegaron a vivir hasta 120 monjes-, para ir a otra parte, a una isla en un lugar nuevo, más angosto y bajo otras costumbres. En su proceso de discernimiento logran percibir el mundo que les rodea porque alcanzan a experimentarse a sí mismos y además muestran hacerlo ‘a flor de piel’. Se tienen a sí mismos cuando calibran el esfuerzo; cuando saben disfrutar del momento; cuando orientan la mirada para ver, el oído para escuchar; cuando son capaces de distinguir los olores; cuando seleccionan los sonidos más armónicos para orientar su discernimiento; cuando desarrollan el tacto para tocar con cuidado las cosas; cuando saben el lugar que pisan. Esta es nuestra condición mortal: vivimos en mayor plenitud cuando nos experimentamos a nosotros mismos y al mismo tiempo sentimos lo que nos rodea.
Toda esta condición carnal es objeto de salvación. Aquí está la grandeza del Misterio de Dios. ‘Y el verbo se hizo Carne’. ¿Qué más puedo decir? Vaya mi admiración a todos porque, en vuestra condición carnal, estáis expresando el Misterio de Dios en vosotros.
Fr. Jesús Díaz Sariego O.P.
Prior Provincial de la Provincia de Hispania
¡Feliz Navidad!
Madrid, 20 de diciembre de 2017